Miércoles 24 de agosto, por fin.
Estos días he estado pensando. Es curioso que tenga que decir eso, porque si fuera preciso, creo que no existen días en los que no piense.
A veces lo hago en automático: pienso cómo estará el taco en el camino a la Universidad, si por fin llegaré antes de que llamen a lista o si de pronto abrirán una cafetería cerca del bloque que si sea buena.
Otras me pierdo en la profundidad de la imaginación. Se me ocurre cómo sería estar comiendo helado en Italia, tirando monedas en una fuente de la fortuna o caminando por calles sucias en Nueva York.
Pensar es un oficio en el que disfruto la soledad -y aunque por obligación- alcanzo a hacer las pases con la mayoría de cosas que pienso.
Desde hace un mes, creo, he querido escribir sobre lo que he estado pensando; empezaba en mi cabeza y me devolvía intentando saber qué era lo que quería decir. Hasta que hoy lo decidí.
Por favor rompa el cristal
No se quién nos dice qué es la verdad. No recuerdo haber aprendido cómo se configura, de qué manera se comunica ni qué es más allá de algunas clases de periodismo que ocurren en los primeros meses de la carrera, cuando a uno le dicen que este oficio tiene que tener una vocación por la verdad sobre todas las cosas.
La verdad, esa cosa, parece que fuera una criatura extraña que nadie ha visto. Porque es apenas normal decir una mentira para evitar una incomodidad, ocultar un detalle que podría cambiar el rumbo de una conversación o incluso fingir que hay cosas que no pasan con el objetivo de ser más feliz.
Pero nada me parece más triste, porque ya no sé si la verdad completa es innecesaria y dolorosa, casi como una desventaja. A veces creo que sí.
Nos pasamos diciendo mentiras que alarguen el tiempo que tenemos en lugares que disfrutamos más que esos en los que deberíamos estar; convertimos a los amigos en escudos de situaciones ficticias que maquillen el paso del tiempo; a veces incluso hay quienes mienten con sus capacidades para demostrarse que si pueden hacer lo que desconocen.
Yo, por mi parte, quisiera pensar que no todas las mentiras son malas ni todas las verdades son buenas.
Alguien podría decirme que eso es tibieza. Y sí lo es.
Se me ocurre, de pronto, que hay verdades que deberían ser regla: no quiero mentir cuando digo te amo, ni tampoco cuando quisiera dejar de forzar una conversación con alguien que no disfruto conversar.
Ya no quiero un mundo donde se vale que todo sea mentira. Que haya sonrisas que ocultan lágrimas o abrazos que se sienten cálidos pero son fríos.
Renuncio a creer que me da paz mirar a los ojos a alguien que me mira de vuelta y mentirle.
Voy creciendo. Creo que por eso me voy cansando también. Ese es el mejor regalo del tiempo: despojarse de cosas que no sirven para nada, aferrarse a las que sí. Ilusionarse con la diferencia.