José Palacios Restrepo
4 min readJun 6, 2021
Una historia sobre todo lo que se pierde creciendo. De la serie Cápsula del tiempo. 2021.

Por José Daniel Palacios Restrepo

Crecer es la mejor metáfora de perder un poco. Una metáfora permanente porque creciendo, como viviendo, siempre se pierden cosas -incluso cuando la pérdida sea ganancia-, por ejemplo, que se quedan los zapatos cada año (pero estrenar nuevos), que van dejando de servir los lapiceros (pero escoger unos con punta más fina), que el uniforme del colegio tenía que comprarlo cada cuatro meses porque no paraba de crecer (pero que siempre parecía oler a nuevo).

Cuando tenía ocho y estaba obsesionado con ser escritor, mi mamá me compró una resma de papel y empecé a escribir desbocado en esas hojas blancas, a mano y con lápiz. Contaba la historia de una familia que se parecía a la mía y que vivía cosas que se parecían a las que yo vivía. Ese fue mi primer acercamiento a la escritura: la huída de la realidad en hojas sin término.

Recuerdo que cuando tuve más o menos ochenta hojas escritas busqué a la profesora Isabel. Un día ella me había contado que ella misma había publicado un libro. Sí, aunque era profesora de matemáticas, su pasión más grande era escribir. Nadie podría ser un mejor jurado. Recuerdo que le entregué mi paquete de hojas escritas con furia, a la carrera, a duras penas con los nombres de los personajes y lo que me imaginaba que podía ser el título.

Unos días después, Isabel me entregó de nuevo el manuscrito rayado con lapicero rojo. Me hacía preguntas en cada línea: por qué el hijo uno era así, de dónde había salido este miedo, por qué los hijos dos y tres se peleaban, quién era la mamá, dónde sucedía esta historia. Así estaban las primeras páginas llenas de tachones e interrogantes. Yo me llené de tristeza pensando que al que necesitaban corregirle era porque no servía para escritor. Y enterré la idea de publicar un libro. Incluso de escribir.

Esos años me sirvieron para pensar en otras cosas: por ejemplo, mis papás me metieron a karate, intentando solucionar de raíz el constante matoneo del colegio. Recuerdo que había decidido convertirme en un niño fuerte que nadie pudiera molestar y así todo sería más fácil, hasta que llegué a la primera clase con el uniforme y el cinturón blancos. El profesor, en medio de otros niños con cinturones de muchos colores, repetía que la primera regla era entender que el karate no servía si uno tenía intenciones de hacerle daño al otro. Pero esa era mi única razón para estar ahí: aprender a devolver el sufrimiento cada que Juan Pablo, el mismo compañero, intentara molestarme otra vez. Pero igual nunca pude hacerlo.

Estuve en pintura consistentemente desde los cinco años. El primer cuadro que pinté fue un atardecer naranjado. A los nueve, cuando ya me iba aburriendo, cerré el ciclo con otro atardecer naranjado sobre un árbol que se deshojaba. Ahí aprendí a perder un poco el tiempo: porque la tela solo resistía una capa de óleo y luego tenía que esperar hasta la siguiente semana para aplicar el color siguiente con sus detalles.

Nadé como nunca cada sábado a las ocho de la mañana antes de pintura, intenté jugar en un equipo de baloncesto, me metí al equipo de ultimate del colegio, fui scout y caminé por muchas trochas hasta viajar solo con catorce años a un campamento internacional en Bogotá. Ahora que lo pienso, las vacaciones de escribir me duraron muchos años.

Los días fueron pasando y un día con Luisa, mi mejor amiga, nos inscribimos a un seminario. Era una de esas cosas de la Alcaldía: gratis, chévere, para jóvenes. Nos metimos pensando que era perfecto para las vacaciones. Y lo fue: el primer día de ese seminario -que se ha hecho en Medellín durante más de veinte años- descubrí otra vez que quería escribir hasta el último de mis días, que rayones rojos sobre papel blanco son siempre un piropo y que uno se merece crecer y devolverse a todas las cosas que no entendió cuando era niño.

Hoy, algunos años después, me devuelvo sobre la idea de que crecer es perder. No solo porque cuando tenía diez años anhelaba tener veinte, sino porque cada paso me exigió despojarme de alguna cosa para vivir: del miedo a que me desmayara en la clase de karate y el de no ser tan rápido en natación; el miedo a no poder tumbar a otro en baloncesto y a nunca haber podido dibujar una mano proporcionalmente.

Hoy entiendo una parte del porqué perder es tan importante. Perderse en la vida y en las preguntas. Devolverse los caminos y llorárselos de nuevo cada vez que se ve con nostalgia lo extensa que es la vida cuando se mira hacia atrás. Aprender a mirar con benevolencia los errores. Reconocerse incapaz de hacer cosas difíciles y después superarlas para sentirse invencible. Perder es importante, como crecer, pero no por eso es fácil. Sin embargo, días como hoy, hacen que tanta pérdida sea ganancia porque sin una niñez atiborrada de experimentos no podría sentir lo que siento, ni escribir lo que escribo, y entonces la pérdida sería otra cosa.

José Palacios Restrepo

Soy un inconforme buena gente. Escritor en todas mis facetas y curioso en mis tiempos libres.